Sobrecosto de Muertos
El autor Juan Hinestroza explora la epidemia de violencia en Quibdó a través del realismo mágico.
Ataúdes. Estaban reunidos, arremolinados en la funeraria, muerto por muerto iba llegando, se trataba de una velación masiva; los deudos, a quienes se les reconocía por la cantidad de vasos de tinto acumulados alrededor, estaban todos juntos, intentando consolarse y midiendo el dolor del otro según la cantidad de balas que le habían asestado al interfecto:
"¿El mío? Cuatro, la primera vez."
"¿La primera vez?"
"Sí, porque volvieron al hospital para asegurarse de que estuviera muerto. También le pegaron a una enfermera que lo estaba cuidando. ¿Y el tuyo?"
"Le metieron 38 tiros, ¿puedes creerlo? No lo creía hasta que escuché el grito, una niña asustada gritando por ayuda porque habían matado a mi chico."
Más y más ataúdes iban llegando. En la funeraria La Costa, cerraron la calle desde Carrasquilla hasta IEFEMP porque se necesitaba espacio para acomodar a los dolientes; ataúd entraba y ataúd salía. La gente ya no diferenciaba cuál era su cajón, al punto de que ya no sabían a qué muerto lloraban:
Mientras unos lloraban muertos ajenos, por otro lado se armaban barullos reclamando los ataúdes:
"¡Ese es mi muerto!" Dijo uno de los dolientes.
"Mira, mira, ese es mío, lo reconozco porque tenía una cinta morada en los pies, ese ataúd color caoba lo hicimos en casa."
"¡Ese es mío, maldita sea, velaré donde lo lleven!"
Lamentos. Conforme pasaban las horas, aquellos que habían hecho una maratón de llanto empezaban a desmayarse; habían empezado con lágrimas tímidas, atadas con el mismo dolor que las hacía salir, y gradualmente mutaban en jadeos incontrolables y arroyos de agua salada que vagaban sobre rostros que no podían soportar el dolor de la amarga realidad.
Gritos. Al caer la noche, cuando evacuaban los ataúdes, el ambiente se revivía; aquellos que una vez estaban cansados habían descansado, y su misión principal era recordar el dolor reviviendo la pesada atmósfera con gritos desorganizados, cada vez más y más fuertes.
Pero ¿quién era inocente y quién era culpable? Ese era el gran dilema. Habían nacido con una sentencia de muerte arraigada en la palabra pobreza, o lo que era lo mismo, Chocó.
Así estaba la ciudad durante tres meses; era la temporada de limpieza hasta que no quedara nadie en ese pueblo, los mataron a todos. Era cuestión de tiempo para que cada uno recibiera su bala.